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CUENTOS DEL AMOR Y EL DIABLO: A ESTHERCITA LA SOPLÓ EL DIABLO – Cecilia Calderón
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CUENTOS DEL AMOR Y EL DIABLO: A ESTHERCITA LA SOPLÓ EL DIABLO

CUENTOS DEL AMOR Y EL DIABLO: A ESTHERCITA LA SOPLÓ EL DIABLO

 

Comentaba mi abuelita que Esthercita, su vecina, “estaba marchita”. Diez hijos había tenido con don Víctor Manuel, lo que suponía que en 20 años desde que se hizo de compromiso, la pobre mujer no había salido de su casa, lidiando con hijos e hijas de todas las edades, lidiando con las muchachas de servicio, con la casa, con las compras.  De paso Esthercita, vivía para complacer a su marido a quien ni se le pasó jamás por la cabeza que Esthercita podía tener gustos propios, deseos, aspiraciones o sueños.    Antes de casarse, le hicieron leer  “La perfecta casada” de Fray Luis de León y ella trataba de vivir bajo aquellas reglas de un siglo atrás y pensaba que así mismo era la “cruz del matrimonio”.

En el pueblo la gente decía que, aunque pegue o mate marido es; Esthercita vivía agradecida porque Víctor Manuel no la tocaba ni con el pétalo de una rosa y hasta pasaba días sin hablarle.  Además, eso de que la mujer debía tener las faldas bien largas para tapar las faltas de su marido, tampoco había habido necesidad de aplicarlo porque el suyo, nunca le hizo faltar nada.

Para Víctor Manuel,  Esthercita era la mujer más feliz del mundo, dedicada a prodigar amor, cuidado, mimos a diez hijos, desde las cinco de la mañana hasta las diez de la noche que caía desbaratada en la cama.  Es una perla mi mujer, -decía orgulloso. –Tan abnegada, trabajadora y ni se pinta!  El cumplía con su deber de esposo, cada año pues no había que tocar a mujer embarazada ni tampoco durante la dieta después de dar a luz ni otros  mesecitos más, para que no se le corte la leche.  Y Esthercita era tan fecunda que sólo con mirarla salía embarazada, comentaban en el pueblo.

Víctor Manuel  iba todos los días iba al mercado y llevaba a la casa unas dos gallinas gordas o un saco de conchas prietas o tres atados de cangrejo o un pato viejo y grande o  cuatro patas de vaca o una pierna entera de cerdo o todo un mondongo; aparte, verduras, unas 100 naranjas o limones para jugo, piña para el cuáker, maduros para una torta, un racimo de verdes, una papaya grande y, por supuesto, un galón de leche para que, si sobrara, hicieran queso de leche; pues él, padre amoroso y marido cumplido, vigilaba que todas sus crías estén bien alimentados. Con tanto muchacho en casa, no podía faltar el dulce de guineo o de guayaba y natilla para comer con pan cuando les cogía el hambre.

-¡Qué feliz se pondrá Esthercita cuando le lleve estas dos gallinas y  este pavo enorme para el domingo que he invitado a almorzar a mis compadres banqueros y a su familia!  Ni idea tenía Víctor Manuel del trabajo que suponía matar los animales, pelarlos, trocearlos, adobarlos, guisarlos. Amén de servir primorosamente la mesa. Los domingos, eran el purgatorio para la pobre Esthercita, que sin embargo creía que así ganaba el cielo soportando la cruz del matrimonio.

Víctor Manuel tuvo un accidente fatal y, cuando estaba en la flor de la vida, murió repentinamente, dejando a la atribulada viuda, sumida en gran dolor. Todos en el pueblo creyeron que Esthercita se moriría atrás, pues era tan dependiente de su marido que ni a la esquina salía sola.

Pasaron apenas seis meses del fatal momento y ¡Esthercita ya era otra!  Totalmente forrada de negro, eso sí, se había puesto “interesante” al decir del tío Pancho.  Había aprendido a pintarse para no verse cadavérica con el luto. Ya no cocinaba los domingos pues tenía muchas invitaciones; aprendió a jugar naipes, entró al coro  de la Iglesia, formó parte del club de jardinería y aprendió a decorar pasteles. Esthercita reía y  se le iluminaba la cara, que en vida de su marido, siempre tenía un rictus de angustia, cansancio o tristeza.

El tío Pancho, un tipo picarón, coqueto por naturaleza; siempre con una sonrisa a flor de labios, echaba piropos a jóvenes y viejas, para alegrarles la vida.   Viendo a Esthercita una tarde, en casa de mi abuelita comentó lo buenamoza que se había puesto, la agradable conversación que tenía, la chispa de sus ojos.  –No hay duda que a las viudas las sopla el diablo, comentó mi abuelita. Y presagió que, a pesar de sus diez hijos, a Esthercita no le faltarían pretendientes.

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