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ZAPATANGA – Cecilia Calderón
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ZAPATANGA

ZAPATANGA

ZAPATANGA

Durante las vacaciones largas, en la casa rural de los abuelos, en Buenavista, una de las diversiones de las tardes soleadas, era caminar en fila india, equilibrándose por los bordes del tendal de cacao, al ritmo de una canción melancólica pero con buen ritmo, que tarareaban los niños porque se la escuchaban cantar al abuelo.  “Cuando se asoma alegre el sol sobre los campos del Talar,
junto a las vías, van los linyeras. Llevando como el caracol la casa a cuestas y al azar,
van los linyeras, todos los días…..”.   Ni idea tenían los chicos de lo que eran los linyeras, simplemente les gustaba la melodía, lo del sol y lo del caracol.     En este juego, intervenía Zapatanga, un niño no muy mayor a ellos, con quien les hacía mucha ilusión jugar.  Secretamente, envidiaban a Zapatanga, pues el chico pasaba el día y todos los días, entre el cacao, los animales domésticos, nadie le obligaba a bañarse ni a andar con zapatos, podía sentarse entre los peones a escuchar sus historias, comía en la cocina grande sólo con cuchara, nadie lo mandaba a cambiarse de ropa; cuando le daba la gana, Zapatanga compraba pan de dulce y helados de leche o de rosa, con algún centavo que siempre tenía en su bolsillo.

Los abuelos tenían una tienda de compra-venta de cacao que al mismo tiempo ofertaba abarrotes, medicinas, ferretería básica, cosas de bazar y los toldos y camisas que cosía la abuela junto con las muchachas.  Todos los clientes conocían a Zapatanga, le dirigían la palabra, le regalaban alguna galleta o cualquier caramelo en señal de amistad por lo que Zapatanga les ayudaba a acomodar las compras en las alforjas y en las acémilas.

Zapatanga era muy popular y por ello siempre se distraía de los quehaceres de los que era responsable lo que le acarreaba pequeños problemas y coscorrones y  siempre se escuchaba a uno y otro gritando ¡Zapatanga! Aquí, ¡Zapatanga¡, Allá.

-¡Zapatanga!  ¡Carajo! ¡Han pasado horas y el cacao no se ha volteado¡  Esa tarde, se oyó una voz fuerte desde el otro lado de la calle, donde estaba la tienda.   Todos temblaban.  Pero, ya sabía el muchacho de lo que se trataba, de inmediato  se bajó del muro y con una sonrisa se puso a “dar pie” en el tendal, esto es, a caminar arrastrando los pies entre los granos de cacao que se están secando al sol, en línea recta,  formando como pequeñas colinas y surcos, de un lado al otro del tendal.-  Después, había que dar pie del otro lado, y los surcos y las colinas de cacao, cambiaban de posición respecto al sol, para que se “sequen parejo” y adquieran ese bello color dorado.

– Vengan niños, dijo Zapatanga, esto es de lo más divertido!   Los niños  no querían perderse la tal  diversión de Zapatanga quien los alentaba para que lo secunden en su tarea, así su trabajo se hacía menos monótono porque había risas, canciones, chanzas que lo alegraban mucho. ¡Zapatanga tenía sus ayudantes!  Efectivamente, todos los niños eran felices y armaban un jolgorio dando pie al cacao y disfrutando de ese “trabajo”.

Zapatanga era un niño indígena, de unos 13 años, que había aparecido por la hacienda, sin que nadie supiera cómo.   Doña Nativa, la cocinera,  lo vio entre los peones y de inmediato le sirvió un buen plato de comida.  Desde entonces, Zapatanga sabía que allí encontraría siempre tranquilidad para su estómago gruñón; se iba con los peones al campo, ayudaba en lo que podía a doña Nativa, y de noche, se quedaba dormido en algún rincón de la inmensa cocina, sin que nadie se percatara de su presencia.  Cuando apareció por la hacienda, no se comunicaba bien en español, por lo que mantuvo para sí su historia; poco a poco fue siendo más locuaz.

Don Aurelio, el patrón, abuelo de los niños, no se había percatado de la presencia de Zapatanga y nadie le había contado tampoco pues casi que era invisible.  Así fue hasta que una tarde entró en la cocina y  lo vio.  Le hizo gracia el niño regordete y con la cara bien roja, todo sucio, harapiento, disfrutando de su manjar favorito:  una taza de humeante café con plátano asado. Doña  Nativa, al ver el interrogante de sus ojos, le dijo que llevaba aproximadamente un mes, acercándose a la cocina.   -¿Cómo te llamas muchacho?, Al niño le parecía que rugía!     -¡Zapatanga, patrón! – dijo el chico poniéndose de pie, asustadísimo.   Don Aurelio le preguntó cuántos años tenía, el chico dijo 13; le preguntó por su familia y  quiso saber de dónde venía; el chico balbuceó que venía de un pueblo más allá de las montañas, donde siempre hacía mucho frío; contó que su padre murió y que el padrastro lo castigaba duramente y que pasaba días sin comer hasta que decidió huir y encontrar su propia vida.  – Zapatanga! Dijo don Aurelio en voz alta y de inmediato, -pero tu familia te vendrá a buscar.-     -Quiá patrón, ni cuenta han de dar, dijo el niño poniéndose triste.-   –No mandará sacando patroncito,  decía con voz plañidera.

Don Aurelio, hombre alto y fornido, que aparentaba mucha dureza, con su piel morena, curtida al sol, con su rostro que guardaba las señas de su tenacidad para vencer obstáculos, penurias y sufrimientos, tenía un corazón que se derretía fácilmente de ternura por los niños, los desvalidos y los valientes.  Consideró que Zapatanga era un valiente que había que tenderle la mano.  – ¡Zapatanga! – dijo en voz tan alta que al pobre chico le pareció un rugido.  Girando sobre sí mismo, se agachó y agarró al chico de los hombros, bajando su rostro a la altura de su carita asustada.   , -No pegue patrón, no pegue patrón.-   El niño decía despacito.  Don Aurelio, sin dejar de mirarlo le dijo,  – ¿Quieres quedarte a vivir y a trabajar aquí Zapatanga? Al niño se le iluminó la cara, con sus ojos brillantes de pechiche y la boca abierta. La voz del león rugiente le pareció la de un ángel.  Don Aurelio le dijo, – Trato hecho, presta acá esos cinco, Zapatanga.  Y desde entonces, Zapatanga oficialmente existió en la Hacienda.

Don Aurelio contó la historia a su esposa quien de inmediato, dispuso un lugar para que Zapatanga tuviera su cuarto, en un rincón de la bodega de cacao;  lo proveyó de dos camisas y pantalón, un toldo, una sábana y una almohada;  le dio un pan de jabón negro y lo mandó a bañarse al río.   Zapatanga fue feliz por  algunos años.  Su rutina era encargarse del cacao en los tendales, dar de comer a los gallos de pelea, a los pájaros de las ocho jaulas que había, a dos guatusas y un tigrillo.  También ayudaba a los aguateros cuando traían el agua del río. Por desempeñar estas tareas obtenía un salario y la rica comida de Doña Nativa, su protectora.

Zapatanga era el compinche de los nietos de don Aurelio cada vez que visitaban la hacienda.  El era el guía cuando iban al río, les enseñó a resbalarse de la peña y caer enlodados en la mitad y dejarse llevar por la corriente, sin miedo; él sabía por dónde salía el duende en la noche y  en las huertas de cacao; cómo hacer un jeve para matar palomas; enseñaba a silbar a los negros finos y era el único que sin miedo se metía en la jaula del tigrillo para darle de comer; además, nadie le ganaba en el juego del pepo y trulo.

Zapatanga se hizo un joven grande, decidió seguir buscando su destino, dicen que se fue a Machala donde un profesor le había prometido hacerle terminar sus estudios pues a leer y a los números, le enseñó don Aurelio.

Cuando ya Zapatanga sólo era un recuerdo en la Hacienda,  don Aurelio lo evocaba y volvía a cantar la canción argentina de Antonio Tormo, con la cual hasta hoy se identifican los linyeras y los niños zapatangas  de los cuales abundaban antes en nuestro país, cuando los niños no tenían derechos, ni eran ciudadanos.

 

 

 

 

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