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CHOCOLATE Y APLANCHADOS – Cecilia Calderón
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CHOCOLATE Y APLANCHADOS

CHOCOLATE Y APLANCHADOS

CHOCOLATE Y APLANCHADOS

La venganza de Anita

En Guayaquil de los años cincuenta y sesenta, no era muy popular salir a comer fuera de la casa, menos si eras un hijo de familia, pues realmente no había restaurantes, sino fondas. Solo los farristas daban cuenta que, en las carretillas del Malecón –especies de fondas ambulantes- se podía saborear ricos secos de gallina y chivo que se comían al amanecer. Estas carretillas también brindaban chocolate y café, calientes y fragantes, acompañados de aplanchados, que eran panes con un gran pedazo de queso, mucha mantequilla, que, literalmente, era planchados con un artefacto de metal pesado que se calentaba en las brasas del carbón en el fogón que ocupaba el centro de la carretilla. Las carretillas del Malecón eran espacios muy democráticos, puesto que además de los parranderos, trasnochadores y bohemios de las clases altas y medias, acudían los estibadores de lanchas y vapores que llegaban a los muelles. También eran los sitios donde comían los viajeros que, en la noche o en la madrugada, salían de Guayaquil o llegaban al Puerto, por la vía fluvial.

La fama del aplanchado crecía y crecía por la ciudad, pues no paraban de ponderar su ricura los que habían probado esa novedosa experiencia de un queso blando y tibio que se derretía en la boca y que se hacía hilachas delicadas que se alargaban como elásticos que iban del pan a la boca, inundando el paladar y las papilas de la ricura de los afamados lácteos de Posorja.

Para aprovechar de la fama y un poco para emular lo que pasaba en el país del Norte, en Guayaquil se abrieron algunas “fuentes de soda”, donde vendían jugos, sorbetes de leche y frutas y los famosos aplanchados o sánduches calientes, que ya no se hacían sobre carbón pues la energía eléctrica ya había desplazado las obsoletas y depredadoras energías, sino que se usaban las sanducheras, aparatos eléctricos compuestos de dos planchas que apretaban los panes, muy semejante a la plancha antañona.

En Aguirre y Luque había una fuente de soda, Lusitania, donde la gente hacía cola para comprar su aplanchado con sorbete de frutilla, melón, guineo o su espumoso chocolate o jugo de caña recién molida. Era una fuente de soda de barrio, no había mesas ni sillas para los comensales, quienes compraban estas delicias, las consumían parados o se las llevaban consigo para servírselas en sus casas.

Los Rubira vivían muy cerca del salón Lusitania y, paseo obligado del domingo, en recompensa por lo bien portados y buenos estudiantes que eran los tres pequeños niños, era ir a comprar un aplanchado en el Lusitania. Pedro de 7 años y Rosita de 8, eran muy golosos y ansiosos. Ni bien el sánduche llegaba a sus manos, empezaban a saborearlo con unción casi sagrada y en pocos minutos, lo hacían desaparecer. Así, cuando llegaban a la casa, ya no les quedaba nada.

Por lo contrario, Anita, la pequeña de 5 años, lo envolvía y lo guardaba de tal manera en el papel de empaque cortado que, al llegar a la casa, era la única que se sentaba en la mesa y con gran parsimonia desenvolvía su sánduche y empezaba a comer, despacito, con gestos de deleite. Sus glotones hermanos la miraban con ojitos de envidia y le rogaban que les diera un pedacito, una mordidita, una probadita. Ella, nada. ‑Ya ustedes comieron el suyo, decía muy sentenciosa. ‑Para qué comen tan rápido. Y con un mohín, seguía en la tarea de hacer que la boca de sus hermanos se hiciera agüita. Esta era la venganza de Anita, que así se cobraba de todas las diabluras que le habían hecho sus hermanos grandes durante toda la semana.

 

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